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10 de marzo de 2009

Saga ::

por Ricardo Castillo Sandoval

nativosDicen que mi padre vino de España.

Salió primero a pasarla mal en Istambul. De allí se embarcó. Rumbo al mediodía pasó por algunas de ésas ínsulas sin Dios y sin ley. En una de aquellas conoció a la caníbal amable que un día habría de ser mi madre.

Mi padre era de hábito pendenciero, y matón por excelencia conoció sórdidas cárceles. Lo vieron llegar a pesar cuarenta kilos. Yo varias veces vi en su cuerpo lo que reconocí mas tarde; el estigma singular y eterno que deja el látigo por aquí, eso como revolcón del pellejo que deja el plomo por allá.

Mi padre muy pronto hubo de terminar huyendo de esa constante guerra en ultramar: Habiendo tomado partido por una de las facciones irreconciliables de salvajes, y habiendo llegado, a patadas, a ser comandante, se lo veía dar alaridos al frente de un batallón conformado por los nativos mas turbulentos. La disciplina era mantenida sobre una cuerda lamida por lenguas de vituperable fuego.

Indefectiblemente mi padre tuvo que conocer la traición y encontrar la derrota. Sin esperar mercedes que nunca dio -les juro no- lo vieron en aquel amargo trance de tener que aceptar, sin mirar, el contenido de un último cáliz: El de intentar salvarse medio a nado, en la noche, ensotado bajo los flotantes fiambres de muchos guerreros, amagando los consecuentes tiburones y las pertinaces flechas de un enemigo implacable; emergiendo entre los ojos de óleo flameante sobre una superficie parecida a la de un tropical Bulicame.

 

nativos niños

Hallóse en Manila. Por una acusación anónima de judaísmo fue sometido a las pruebas de la Iglesia. La adivinación chunga de un prodigio celeste fue su salvación y su solaz por una temporada.

Trabajó de marinero y de adivinador de fortunas de muelle durante tres años. El dinero que ganó lo ocupó en pagar nuestro traslado, el de mi madre y mis hermanos hasta tierras regidas.

El resto fueron siete meses de brutales borracheras -jornadas interminables consumiendo un alcohol destilado de estropajos -, la buena compañía de malas mujeres-, y la compra de un caballo y bastimentos para la guerra.

Lo vieron pasar al Perú y de allí directo a través de campos de sal a nuestro valle de lágrimas.

 

©2009 • Ricardo Castillo Sandoval


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